Suenan
las campanas ensordecen y nublan la mente, pero nadie más las oye.
Como cada
día, el rito religioso obsesivo de la perversión me quema la piel, mis labios
expulsan algún tipo de sonido, pero ni yo sé lo que quieren decir.
Carga mi
cruz, y después quémala en un lugar que quede lejos de la luz, que ya estoy
uniformado en sangre, y ella me espera. Puntual a las 12:00 comienza la misa
inaugurando la madrugada, la iglesia está cerrada, señal obligada de mi
entrada.
En la
calle solo algunos perros se atreven a mirarme, porque no hay nadie más, y la estruendosa dosis de metal me revuela
las orejas, la pintura facial se va deformando y ahora sí, me encuentro decente
para celebrar.
Aquí no
se entra por la puerta, tienes que reptar y ganar, pero ya adentro la
naturaleza se va tiñendo de olor y figuras deformadas de lo que en el día son
santos y deidades.
Camino
con arrogancia y demasiada confianza hacia los caminos cerrados y las piernas
abiertas, la monja de noche ya se sonríe.
Voy a
misa, y no lamento decir mis oraciones mientras horrorizados los nuevos
sacerdotes nos observan presumir nuestra animalidad.
VICTOR NEKRO
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